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Miguel Hernández, más vivo que nunca

Ediciones y reediciones, nuevas biografías, biografías corregidas y aumentadas, cuando se cumplen cien años del nacimiento de Miguel, y el próximo día 28, casi siete décadas de su muerte, el mundo editorial se vuelca con el autor de «Viento del pueblo». Leerle es justo. Y humanamente necesario

La honda huella del poeta en la música española

Corría el año 1972 y Serrat dedicaba un disco a Miguel Hernández. Ahora acaba de rematar la faena con un nuevo álbum dedicado al de Orihuela, «Hijo de la luz y de la sombra», que también ha colocado en pocos días entre los más vendidos. <MC>Pero Serrat no fue el primero (fue Paco Ibáñez, En 1967, con «Andaluces de Jaén», canción que con el tiempo grabó hasta Manolo Escobar, en 1995, en su álbum «Tiempo al tiempo») ni será el último, como bien relata el musicólogo Fernando González Lucini en «¡Dejadme la esperanza!». Ahí están artistas como Enrique Morente y Manolo Sanlúcar, por lo jondo. Como Luis Pastor, como Jarcha, como Alberto Cortez (las «Nanas de la cebolla» que inmortalizó Serrat tenían partitura suya), como Aguaviva, Francisco Curto, Soledad Bravo, Víctor Jara, Elisa Serna, Manuel Gerena, Ismael, o Los Lobos, que en 1972 nos pusieron la carne de gallina y el corazón en un puño (evidentemente) con su versión emocionada y emocionante de «Vientos del pueblo».

MANUEL DE LA FUENTE. ABC 15 de marzo de 2010

Fue perito (ingeniero, más bien) en lunas. Guerrillero de armas poéticas tomar. Pastoreó cabras y pastoreó sonetos. Fue esposo y soldado. Le cantó al hambre («Hambrientamente lucho yo…») y le cantó al hombre («Si hay hombres que contienen un alma sin fronteras…»). Fue padre desconsolado, malherido de tristeza ante una cebolla. Se cumple (el 30 de octubre es la fecha otoñalmente exacta) un siglo del nacimiento de Miguel Hernández. Y el día 28 hará sesenta y ocho años de su desaparición. Pero hora es de cantar su vida y no su muerte cainita.

De profesión, poeta

Durante veinte años, el profesor Eutimio Martín ha tirado del hilo de la memoria de Miguel para escribir «El oficio de poeta. Miguel Hernández», biografía en la que dibuja un Hernández con pinceladas nuevas. Un título esclarecedor para el biógrafo: «Miguel tenía un concepto profesional de la poesía. Fíjese, en sus memorias, Josefina Manresa, su esposa, cuenta que durante el viaje de novios en Jaén, al registrarse en el hotel, en el apartado de profesión, Hernández rubricó, decididamente, poeta. Y desde la cárcel le escribía a Josefina para pedirle que cuidara sus manuscritos, porque eran «el pan nuestro de mañana»».

Para un adolescente que ha obtenido las mejores calificaciones pasearse un año después ante sus compañeros pastoreando sus cabras puede ser un trauma. Y, para Miguel, lo fue. Así se lo contó a Eutimio Martín Ramón Pérez Álvarez, uno de sus grandes amigos (fue el encargado de amortajarle). «Nunca se rehizo del hecho de no poder estudiar», sentencia Martín.

Salvo con Aleixandre («el único que lo quiso desinteresadamente»), las relaciones de Miguel con sus compañeros poetas no fueron, por decirlo de alguna manera, fluidas. Una tesis que también mantiene otro de los más exigentes biógrafos del poeta, José Luis Ferris, de quien se acaba de reeditar (corregida y aumentada) su clarividente obra «Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta»: «Aleixandre le amó como a un hermano y valoró siempre la bondad, la generosidad y el talento de Hernández -cuenta Ferris-. También Cossío fue un benefactor para Miguel, sin olvidar, por supuesto, a Neruda, Bergamín y Altolaguirre. Lorca y Cernuda, sin embargo, le tenían auténtica alergia. ¿Qué hacía un poeta rústico como él entre aquel florilegio de líricos exquisitos y burgueses? Con Alberti las relaciones fueron de otro tipo. Además, Miguel arrebató al gaditano, sin proponérselo, la etiqueta de poeta del pueblo». Eutimio Martín, aporta un entrañable dato. «Cuando estaba en la cárcel, Vicente le mandaba 125 pesetas mensuales, un sueldo de la época. Y también fue Vicente quien le hizo el único regalo que recibió por su boda: un reloj».

Ejemplo moral y artístico

Ferris fue, con la edición hace ocho años de su obra, quien perfiló el mejor retrato de Hernández hasta entonces, quien puso sobre el lienzo de la historia y la literatura el más intenso fresco del poeta. Ocho años después, a José Luis Ferris no le queda duda alguna de la altura lírica de Miguel: «Me sigue impresionando la rapidez con que un joven con limitados recursos asimila toda la tradición literaria. Asombra que en tan poco tiempo haya podido realizar una obra tan fértil. Sin darse cuenta, sus poemas, siempre ajustados a una experiencia íntima y personal, se convierten en la voz y en el canto de millones de hombres de cualquier tiempo, lugar y origen. Es un ejemplo moral y artístico que perdura». En muy parecidos términos, apunta Martín: «En él, ética y estética eran indisociables».

Quién sabe qué caminos habría seguido Hernández, de no haber muerto tan trágica como prematuramente. Eutimio Martín abre una puerta: «Se sentía muy atraído por el cine. Cuando estuvo en Moscú vio muchas películas, Eisenstein, por ejemplo. Y eso le marcó. Incluso creo que «Viento del pueblo» tiene una estructura cinematográfica».

Bienvenidas sean estas biografías que levantan de nuevo ante nosotros al hombre de una pieza y al poeta de humanísimo aliento. No hay, sin embargo, mejor homenaje que leerle. La mesa de sus textos está servida con títulos como su «Obra poética completa», reedición que pone al día la que ya editara Alianza en 1982, un gran trabajo de Leopoldo de Luis (y su hijo Jorge Urrutia), amigo y camarada de Miguel, y una de las personas que ayudó a costear su lápida. Es uno de los mejores trabajos sobre la lírica de Hernández, con comentarios y estudios libro a libro, que también incorpora a modo de apéndice los poemas primerizos del pastor de Orihuela y diversos manuscritros aparecidos más recientemente.

Un par de años antes de la Guerra Civil, José Ortega y Gasset propone a la Editorial Espasa Calpe la creación de una monumental obra dedicada a la Fiesta Nacional. Incluso tiene el nombre de quien estará al frente, José María de Cossío, que empieza el trabajo en 1934. Cossío aun no compartiendo ideas políticas con Miguel Hernández (Díaz-Cañabate sería su sustituto) le ficha como uno de los redactores de la enciclopedia «Los Toros», que sin embargo no empezará a publicarse hasta 1943 y que será conocida, sencillamente, como «el Cossío». El erudito taurófilo y el poeta mantendrán contra viento y mareas políticos una intensa y sincera amistad.

Piedra angular

Ahora, Espasa Calpe, la editorial para la que Miguel trabajara, también le rinde homenaje con la reedición (sin las notas) de su «Obra Completa» en dos volúmenes (prosa, poesía, correspondencia, teatro), piedra angular de la memorabilia hernandiana, con introducción del catedrático Agustín Sánchez Vidal. Espasa fue la primera editorial en publicar una obra de Miguel tras la guerra (fue «El rayo que no cesa», en 1949, con prólogo del propio Cossío).

Habrá más, muchas más. Porque el año hernandiano viene cargado de acontecimientos. Algo justo y necesario para José Luis Ferris: «Con poetas como Miguel nunca es tarde ya que su mensaje está ahí, no tiene fecha de caducidad y siempre es buen momento para volver a él. Siempre hay un tiempo para volver a un poeta de su dimensión humana porque volver a sus versos, a su obra y a su vida es regresar un poco a nosotros mismos, al lugar exacto de nuestra conciencia y nuestra memoria»

http://www.abc.es/20100315/cultura-libros/honda-huella-poeta-musica-20100315.html


 
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Publicat per a 15 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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La vida breve de una leyenda

El poeta pastor. El místico, el sensual. El cronista en verso del frente. El comunista que antes fue católico. El despreciado, el desubicado. El desafortunado. En 2010 se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los poetas más importantes, simbólicos y enigmáticos del siglo XX español. Dos escritores, un político, un músico y el autor de su última biografía reflexionan en estas páginas sobre las distintas facetas de un creador tocado por la leyenda. Y tres poetas le rinden homenaje con nuevos poemas en exclusiva para ‘El País Semanal’.

POESÍA SOCIAL Por BENJAMíN PRADO

Lo mismo que inventar es comprender

algo que aún no existía

y traducir lo oscuro al lenguaje de la luz,

leer su corazón

fue soñar un idioma sin la palabra usura,

sin miseria, injusticia, desigualdad, prohibido…

sin palabras que fuesen el veneno en el agua,

y la sal en la herida.

Si otros querían vidas análogas a un mundo

en el que el generoso es rehén del ingrato

y el fuerte hace culpable de su violencia al débil

y el embustero acusa

al engañado de querer saber,

él hablaba de libertad,

banderas,

equilibrio y razón.

Si decían que nada es verdad para siempre,

que todo se transforma con decirlo al revés,

del modo en que el azar se hace la raza

o el líder el redil

o el animal la lámina,

Miguel les contestaba que era posible un mundo

en el que se pudiese cambiar de dirección

sin cambiar de sentido

–como aviva,

como oro,

como radar,

como ala–;

un mundo con respuestas, más allá del pasado,

en el que cada vida no pudiese encerrarse

en un solo destino.

Leías a Miguel y en el espejo

de sus poemas, ya se reflejaban

todos los nombres de sus asesinos.

CON SUS PALABRAS (Miguel Hernández) Por LUIS MUÑOZ

Dilo con tus palabras –pide

mientras que el autobús renquea

al emprender una subida.

Yo no sé –le responde–,

es como un nudo en medio

del esternón,

algo que no te deja libre

ni un momento,

un golpe sin destino

que si lo olvidas da, al poco rato,

mucho más fuerte.

Ahora con las suyas,

de uno de sus últimos poemas:

Sólo la sombra. Sin astro. Sin cielo.

Seres. Volúmenes. Cuerpos tangibles

dentro del aire que no tiene vuelo,

dentro del árbol de los imposibles.

EXPULSIÓN DE LOS MERCADERES DEL TEMPLO Por ELENA MEDEL

Vidas de tres o cuatro años en cajas

de cartón: tanto entregué que conmigo se marcha.

Ni un vacío: vidas de tres o cuatro años,

sus siluetas marcando la pared.

Me libré de los templos. Sonreídme, decid

adiós al hueco: dadnos hoy

la boca que sople, apagando el volcán.

 
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Publicat per a 7 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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El tiempo amarillo

LUIS GARCÍA MONTERO

En Llamo a los poetas,su mejor poema escrito en tiempos de guerra, Miguel Hernández se confiesa un ser solitario, necesitado de cariño. Su poesía nunca había apostado de manera profunda por el surrealismo, pero se siente amigo de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, los autores de La destrucción o el amor y de Residencia en la tierra. Y es que los dos habían sido amables con él. Otros escritores, sin duda debido al carácter impertinente, acuciante y presuntuoso del joven muchacho de Orihuela, previamente relacionado con la derecha católica, prefirieron mantenerse lejos. Miguel Hernández dedica a Aleixandre y a Neruda sus dos libros de guerra, Viento del pueblo y El hombre acecha, pero pide amistad a todos los poetas, primero llamándoles por sus apellidos, y después, por sus nombres.

 

 

El año más feliz de la vida de Miguel Hernández fue 1937. Se puede afirmar con toda seguridad, aunque se trata de una afirmación grave, ya que hablamos de un tiempo de muerte y cañones. Pero en 1937 se casó, tuvo un hijo y, sobre todo, fue aplaudido como poeta, el poeta de la guerra, el poeta proletario, el poeta reconocido por la oficialidad, el pastor poeta que con “los cojones del alma” acude a la primera línea de fuego y después vuelve a descansar a su casa para convertir el vientre de su esposa en una “sementera” y cantar cuando “sus piernas implacables al parto van derechas”.

No tuvo suerte literaria Miguel Hernández. La mitología lo convirtió en el poeta de la Guerra Civil, y sus poemas de guerra están limitados por unas circunstancias difíciles. Todos los autores que escriben movidos por la urgencia, la solidaridad y las consignas suelen firmar poemas de poca calidad literaria, ejercicios retóricos, soflamas. Más que atender a los malos poemas generalizados, conviene buscar las rarezas de lo bueno. Rafael Alberti consiguió escribir unos cuantos poemas de primera calidad, casi siempre con temas de retaguardia, que son verdaderas flores de invierno.

Cuando la mitología convirtió a Miguel Hernández en el poeta de la guerra consiguió que su nombre se hiciera popular, que llegase a algunos aficionados, pero… Para qué vamos a engañarnos, su presencia ha sido muy débil entre las últimas generaciones de poetas españoles.

Por eso conviene defender la altísima calidad y la originalidad de sus dos obras maestras: El rayo que no cesa y Cancionero y romancero de ausencias. Miguel Hernández escribió mejor en la culpa y la necesidad que en el himno y la certeza. El desvalimiento sexual y la miseria afectiva consolidan la maestría formal de su carnívoro cuchillo y de su rayo amoroso. Y la culpa que siente por su comportamiento con Ramón Sijé le permite escribir una elegía de dolor desmesurado, pero íntimo. Después de militar con Sijé en el nacionalcatolicismo y de escribir poemas y obras de teatro pidiendo que los campesinos obedezcan a Dios y a los caciques, Hernández descubre que el mundo intelectual madrileño mira hacia otra dirección y cambia de opinión y de ambiciones. Al morir Sijé se siente un traidor y escribe un poema que conmueve. Pocas veces las exageraciones retóricas alcanzan una cota de sinceridad íntima.

Ocurrió lo mismo con el Cancionero y romancero de ausencias. En la cárcel no sólo se duele de la derrota, sino de la realidad de las guerras, las “tristes guerras”. Leal y militante, se revuelve contra los dogmas y la violencia. En un cuaderno escolar va copiando breves poemas escritos con dificultad, maravillosos poemas que suponen una renovación originalísima del neopopularismo que tanto habían utilizado Juan Ramón Jiménez y los poetas de la Generación del 27. Llena de nueva vida la canción. Este libro es una cima de la poesía, de la ética y de la militancia, una lección de actualidad.

Miguel Hernández escribió: “Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”. Más allá del mito, creo que El rayo que no cesa y el Cancionero impedirán que el tiempo se ponga amarillo sobre la fotografía poética de Miguel Hernández. Baste el ejemplo de uno de los mejores libros de mi generación, Paseo de los tristes, de Javier Egea. En los años ochenta, Javier hermanó el Cancionero de Miguel Hernández con Las cenizas de Gramsci, de Pasolini, para intentar comprender lo que estaba pasando en España, lo que nos estaba pasando a nosotros.

 
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Publicat per a 7 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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Mas allá del mito

EUTIMIO MARTÍN

Emprender una biografia no es tarea fácil. El autor francés Pierre Assouline decía que el biógrafo es una mezcla de policía, soplón y barrendero. Esta fórmula es sin duda más llamativa que la subyacente, menos ingeniosa, pero de mayor propiedad: un biógrafo ha de reunir la triple condición de investigador, informador y archivista de documentos, orales y escritos.

 

 

El trabajo del biógrafo adquiere consistencia cuando acierta a describir el sentido de una vida. Esto es: si logra conseguir la unidad en la diversidad. Tratándose de Miguel Hernández, parece obvio que todo biógrafo ha de contestar a esta ineludible pregunta: ¿cómo el hijo de un cabrero analfabeto (el padre de Miguel Hernández es incapaz de firmar el certificado de matrimonio), sin haber podido ni siquiera terminar primero de bachillerato, llega a ser un poeta clásico de la literatura española del siglo XX? Y la respuesta se impone: precisamente porque no le dejaron terminar primero de bachillerato, el adolescente Miguel Hernández se insurge contra la imposición paterna (“de padre cabrero, hijos cabreros”) y, consciente de su valía intelectual, rubricada por la cosecha de dignidades en el colegio Santo Domingo, decide ejercer el oficio de poeta. En este irreversible propósito se reafirma cada vez que ha de pasar de largo con sus cabras, por delante de la puerta del colegio, abriéndose camino entre sus ex condiscípulos. Para más inri, las cabras se paran a frotarse el lomo contra el saledizo de la fachada.

El biógrafo va a vivir una vida ajena sobre la que tendrá que evitar la proyección de la suya propia. La impronta autobiográfica del biógrafo de Miguel Hernández es con frecuencia visible en el cariz político que imprime a su texto. Extrema derecha y extrema izquierda han marcado al poeta oriolano con su impronta. Por el lado comunista se destaca el “retrato lírico-vital” del paraguayo Elvio Romero. En Miguel Hernández. Destino y poesía (1958) implanta de manera imperecedera en la hagiografía hernandiana, la estrambótica escena final de un Hernández agonizante, arrastrándose “en medio de la soledad y el silencio” de la enfermería para escribir en la pared: “Adiós, hermanos, camaradas, amigos / despedidme del sol y de los trigos”. Y, como se le hace muy cuesta arriba para enriquecer la ejemplaridad comunista que Hernández no se alistara en las filas republicanas hasta septiembre de 1936, le inscribe en el Quinto Regimiento ya en el verano del 36, antes de irse el poeta a Orihuela.

En cuanto a la recuperación franquista del autor de Viento del pueblo sobresale la primera biografía publicada en España: Miguel Hernández, poeta (1958), obra del jefe de la sección de producción dramática de Radio Nacional de España Juan Guerrero Zamora, según el cual el poeta no fue franquista por ignorancia, ya que no vio “en los ideales de Franco esos mismos ideales de amor, de respeto, en suma: de justicia social que él tenía”. No podía ser por menos, puesto que Hernández “es un hombre radicalmente religioso y –por español– radicalmente cristiano”. En cuanto a su condena a muerte, remacha el clavo: “Fue por exacta justicia por lo que se penó su actuación como se penó”. Seria injusto no votar por la inclusión de Juan Guerrero Zamora en el Guinness de la indecencia intelectual.

De donde se deduce que el trabajo del biógrafo se complica con una ineludible tarea previa de descombro para alcanzar un mínimo de veracidad histórica. Se impone liberar al personaje de los prejuicios y tópicos que coartan, amputan o desfiguran su auténtica dimensión humana. Hay que evitar a toda costa la solución de la facilidad y librar combate contra los prejuicios facilitados a veces por el propio protagonista.

En nuestro caso, esta labor es ímproba. Ha sido el propio Miguel Hernández quien más ha contribuido a levantar el lastimero mito de la pobreza familiar. La identidad equívoca de “pastor de cabras” le sirve de tarjeta de visita debidamente confirmada por un atuendo que más corresponde a un look propagandístico que a una vestimenta consecuente. Lorca no le perdonará que le eclipse en las selectas reuniones del diplomático chileno Carlos Morla Lynch. Hasta la Guerra Civil española no deshará el equívoco: “Sí, soy pastor de cabras, pero de las cabras de mi padre”.

El hecho fue que no sufrió tanto penuria económica como miseria afectiva. Pasemos por alto el cruel desapego de un padre que no asistió a su entierro y que se limitó, como oración fúnebre, a un: “Él se lo ha buscado”. En cuanto pareja, Miguel y Josefina no reeditaron el idilio de Romeo y Julieta. Hernández era un hombre apasionado, con una carga de sensibilidad afectiva y erótica muy intensa. Su novia, víctima de una educación religiosa en extremo constrictiva, y de temperamento muy apocado, no podía corresponderle. Durante la guerra, apenas casados, se metió en casa tras el fallecimiento de su madre y ya no salió de ella. En la época carcelaria no fue a verlo mas que en Orihuela y Alicante. Y en su correspondencia no le ahorró preocupaciones y quejas, incluso de orden doméstico, hasta el punto de tener que recordarle el poeta que quien estaba en la cárcel era él. Es evidente que el asesinato del padre y el calvario del marido no le facilitaban la existencia. Posiblemente no resistió a una depresión crónica ocasionada por tan cruel adversidad. Pero Miguel encajaba difícilmente el hecho de que, a diferencia de sus compañeros de prisión, él no recibiera nunca, fuera de su tierra, la visita de su esposa. Es posible que no tardara Miguel en desengañarse respecto a su compañera. Apenas formalizado el noviazgo, rompió con Josefina cuando se le abrió la perspectiva de otra relación amorosa, y volvió con ella cuando no le quedó más remedio que dar satisfacción a su irreprimible deseo de paternidad.

Quizá el obstáculo mayor que ha de vencer todo biógrafo de Miguel Hernández que se respete sea el que han fabricado las fuerzas vivas intelectuales de Orihuela. No en balde, es la única municipalidad española que ha levantado un monumento al caudillo Francisco Franco tras su fallecimiento. Estos inconsolables huérfanos del dictador no pueden admitir que alguien, que ellos bien conocen, de tan baja extracción social y comunista por añadidura, haya podido escalar por sus propios medios un puesto tan destacado en la lírica española. De aquí la importancia decisiva absurdamente concedida a Ramón Sijé y al sacerdote Luis Almarcha, de quienes consideran hechura la fama de su paisano.

Ramón Sijé no merecía el grotesco trato laudatorio que le han infligido sus hagiógrafos consagrándole como mentor literario de Miguel Hernández para restarle relieve al autor de Viento del pueblo. Ofició eficazmente de padrino para que Perito en lunas tuviera acceso a la imprenta. Era lo que Hernández necesitaba, y le venían anchos los gurús literarios que han pretendido ser Sijé y Almarcha. El primero pensaba servirse del poeta como instrumento lírico para conseguir implantar una política de absurda teocracia. Pero le salió el tiro por la culata porque fue finalmente el amigo “con quien tanto quería” quien se aprovechó de él y lo dejó tirado cuando ya no le era de ninguna utilidad. El contacto con José Bergamín le separó de Ramón Sijé. Y la amistad con Pablo Neruda le alejó definitivamente. Los dos, Sijé y Hernández, hicieron lo imposible por lograr un desclasamiento social acorde con sus innegables dotes intelectuales. A Sijé le aterrorizaba la proletarización que acechaba a su familia, dada la ruina inminente del negocio familiar. A Hernández le repateaban las cabras. Pero Ramón Sijé murió agotado en el empeño, no sin antes haber embarcado a nuestro poeta en un catolicismo fascistoide en el que daba sopas con honda a José María Pemán. Miguel, en justo pago a la ayuda recibida, sacó a su amigo del anonimato elevándole al podio de una elegía antológica.

Respecto al canónigo Luis Almarcha nos parece desacertado convertirle en el chivo expiatorio del asesinato a fuego lento del poeta. No cabe la menor duda de que fue responsable tan importante personaje, aunque no fuera más que por omisión, del prolongado suplicio. Responsable, pero no culpable. Sobre la Iglesia católica en cuanto institución, a cuyo servicio oficiaba con ejemplar dedicación el vicario del obispado de Orihuela, ha de recaer stricto sensu la culpabilidad de la pasión y muerte de Miguel Hernández. Si la Iglesia, a través de su emblemático funcionario Luis Almarcha, consideró que Miguel Hernández había traicionado la confianza y ayuda que se le había dispensado, el agazapado, pero activo, tribunal del Santo Oficio no podía por menos de apoyar la sentencia de condena a muerte que en su lugar dictó y terminó por ejecutar el brazo secular.

 
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Publicat per a 7 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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Versos para cantar

JOAN MANUEL SERRAT

No toda la poesía vale para ser cantada.

 

Cierto que a todo se le puede poner música y que todo puede ser cantado, desde la guía telefónica hasta el manual de instrucciones de un lavavajillas, pero es dudoso que textos de este calado alcancen a conmover a un auditorio como se espera de una buena canción.

Por lo general y salvo excepciones, una buena letra de canción tiene una estructura, un ritmo, una rima, un murmullo que la mece y la transporta mansamente hasta el oído, donde un argumentario manejado con sensibilidad se encargará de acercarla al corazón.

Luego está la música, pero eso ya es otro cantar.

No toda la poesía vale para ser cantada, ni todos los poetas sirven para escribir canciones.

A lo largo de más de cuarenta años de dedicarme a este oficio y de haberlo intentando de maneras varias, incluyendo tentativas de colaboración con plumas contrastadas y brillantes, en alguna ocasión me sorprendió la simpleza de los textos con la que algún reconocido hombre de letras respondió a mis requerimientos de escribir canciones en complicidad. Quizá el vate, convencido de antemano de que la canción popular no pasa de ser un arte menor mas cercano al alfarero que al escultor, cayó en el pecado que denunciaba Antonio Machado: despreciar cuanto se ignora, aunque también cabe la posibilidad de que el buen hombre no supiera hacerlo mejor. Bien sea por lo uno o por lo otro, mi experiencia me reafirma en que de la misma manera que detrás de un buen autor de canciones no hay necesariamente un buen poeta, tampoco al revés o viceversa.

Afortunadamente, también existen García Lorca y Rafael de León y Manolo Vázquez Montalbán y Mario Benedetti, por citar algunos magníficos letristas de canciones por derecho y, al tiempo, buenos poetas como muestra de que entre poesía y canción no media una frontera clara.

A este grupo de poetas manifiestamente musicales corresponde Miguel Hernández. Versos de rima clara y cadencioso ritmo que vienen de fábrica con la música puesta. Poesía escrita para ser cantada.

La mejor prueba de ello es que somos muchos los que con más o menos acierto, con mayor o menor fortuna, nos hemos atrevido a musicar y cantar sus versos, y diría yo que con el beneplácito del autor.

No me parece a mí que se le hubieran caído los anillos escuchando sus versos hechos canción a quien en el prólogo de Viento del pueblo insiste en que los poetas debían estar en el aire y pasar soplados a través de todos los poros. Probablemente no hubiese estado de acuerdo con muchas de las músicas con las que unos y otros hemos envuelto sus poemas, pero sin duda no le hubiera resultado ajena la peripecia.

De hecho, en vida del poeta, Lan Adomian, judío neoyorquino nacido en Ucrania integrante de la Brigada Lincoln, les puso música a algunos de sus poemas con su visto bueno y activa complicidad, y se sabe que trabajó en un himno oficial para la II República que debería haber sustituido al de Riego.

Si no le hubiera gustado que sus poemas olieran a canción, no existiría una Canción del esposo soldado, ni una Canción primera, ni una Canción última.

Titular un libro como: Cancionero y romancero de ausencias indica claramente que concebía esos versos como algo coral, musical y compartido.

Buena parte de sus obras de teatro incluyen pasajes explícitamente escritos como canciones en los que, junto a otras acotaciones, se indican los instrumentos que debían acompañarlos y donde coros como los de vendimiadoras y vendimiadores de El labrador de más aire recuerdan a los que suelen gastarse en las zarzuelas.

Otro ejemplo son las conocidas Nanas de la cebolla, escritas como seguidillas y que envía a su mujer diciéndole: “Ahí te mando coplillas.

Quien ensayó todo un abanico poético, desde la octava real hasta el soneto y el alejandrino, termina apostando por canciones al modo popular.

Como Miguel Hernández, creo en el placer de cantar, de cantar por el gusto de cantar, así como también creo que la canción es un buen modo de difundir la voz de los poetas, aunque confieso que ésa no ha sido nunca la razón que me ha movido a ponerles música. Si algo me ha llevado a hacerlo ha sido el descubrir en versos ajenos aquello que yo quería decir y de la manera en que el otro lo dijo. El resultado de toparme con versos que cantan y que me hicieron cantar con ellos.

Es difícil sustraerse a la simpatía que genera ese hombre que, como dice José Agustín Goytisolo: “Nace, escribe, muere desamparado”, pero, por encima del cariño a la persona y al ideario de Miguel Hernández, han sido la contundencia de su poesía, su vigencia y sobre todo su musicalidad las que me ha empujado a proponer una segunda entrega de sus versos hechos canciones, que, bajo el título de Hijo de la luz y de la sombra, supone una prolongación y también un complemento del trabajo que apareció en 1972.

Aventando sus versos, redondos y frescos como si hubieran sido escritos ayer y aquí, me uno a la celebración del centenario de su nacimiento y rindo un fraternal homenaje al poeta, al niño cabrero, al amigo desgajado, al amante exiliado, al padre huérfano, a la víctima de las cárceles de la dictadura, al hombre que cada vez que colgaba al sol los sueños, la vida le dejaba carbón, pero también me rindo homenaje a mí y a todos y cada uno de nosotros.

 

 
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Publicat per a 7 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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Inocencia y compromiso

ALFONSO GUERRA

La celebración del centenario del nacimiento de Miguel Hernández es ocasión propicia para animar a los jóvenes a leer a uno de los más grandes poetas en lengua castellana y para hacer una relectura fiel a los valores literarios del poeta.

 

El objetivo de lograr que Hernández se conozca se explica por la inmensa calidad y calidez de su obra y por un acto de justicia histórica, para no añadir una herida más, la del olvido, al hombre y al poeta que declamó: Con tres heridas yo/ la de la vida/ la de la muerte/ la del amor.

La lectura fiel, adecuada, de su obra es para desterrar el tópico de un Miguel Hernández cuya actuación política desmereció su calidad artística.

A lo largo de su vida, Miguel Hernández dio siempre pruebas de su inocencia y a la vez de su vocación comprometida. Sus inicios como poeta –escribe sus primeros versos a la edad de 15 años mientras pastorea las cabras de la familia– muestran su contemplación admirada del mundo que le rodea, riscos, arroyos y pájaros cantores.

Pronto cambiará el poeta los paisajes de Orihuela por la poesía gongorina –¿quería demostrar al universo poético madrileño y a sí mismo que él también podía escribir esa poesía culta?–. Mas no tardará el poeta en dedicar sus esfuerzos a una poesía religiosa que ha de tenerse como la mejor del género en la primera mitad del siglo XX.

Su segundo viaje a Madrid y, especialmente, su conocimiento de Pablo Neruda y Vicente Aleixandre darán un giro a sus preocupaciones líricas. No rechazará su neocatolicismo, simplemente se le olvida la devoción: Me libré de los templos, sonreídme,/ donde me consumía con tristeza de lámpara/ encerrado en el poco aire de los sagrarios.

El conflicto de ausencia de Dios lo sustituye el poeta por la ausencia de la mujer amada. Miguel encuentra el amor, se enamora de Josefina y ya nada será igual, el amor deja de pertenecer al universo del pecado para franquear las puertas de la felicidad, del goce natural, de la naturaleza, volviendo así a su formación infantil en los campos: Salté al monte de donde procedo.

El libro de poemas amorosos El rayo que no cesa marcará una ruptura en la vida y la obra de Miguel. Aparece la pena del poeta, la pena de amor insatisfecho, la pena de tantos elementos espirituales con los que el joven poeta quiere marcar una cesura con su etapa de catolicismo; ya ha sentido la influencia de la poesía sin pureza de Pablo Neruda, y lo confiesa con su nítida claridad: Me llamo barro aunque Miguel me llame./ Barro es mi profesión y mi destino/ que mancha con su lengua cuanto lame.

Será el estallido de la guerra la circunstancia que señalará el compromiso de Miguel. Se alistará con pronta voluntad al Quinto Regimiento. Sin uso de las especiales condiciones que asistían a los intelectuales que apoyaron la República, marchará al frente como zapador sin tomar en consideración la oportunidad de la que otros disfrutaban de permanecer en la retaguardia, en el Palacio Heredia-Spínola, sede de la Alianza de los Intelectuales Antifascistas, donde estaban sus amigos poetas.

Mas lo que importa es cuál fue la evolución de su espíritu poético, qué cambios produce en la obra del poeta las circunstancias de la guerra. Miguel creará una nueva poética, dedicará sus versos a los soldados que defienden los valores republicanos. Escribirá poesía bélica, comprometida, con el objetivo de flagrar la lucha por la civilización de los soldados, para hacer resplandecer como fuego o llama la causa de la justicia. Publicará Viento del pueblo con un subtítulo que nos confirma cuál es la motivación de la obra: Poesía en guerra.

Durante años el poemario bélico de Miguel no fue aceptado por los especialistas y escritores. El prejuicio de considerar al rapsoda de guerra como el intelectual que acata las consignas políticas y las pone en verso les cegó, no supieron acceder a la profunda emoción que anidaba en la conciencia del poeta lo injusto de la guerra.

Hernández ejercita su compromiso político esgrimiendo la palabra pura, inocente, como un arma más, nos narra lo que ve y, sobre todo, lo que siente, en una práctica poética en primera persona que construye un espacio de quejas y bravuras, animando a los soldados fruto de vientres pobres a desquijarar leones para liberar a España de la invasión fascista.

La justicia de la historia ha ido transmutando las opiniones críticas acerca de tan serio y humano poemario. Así, en la década de los sesenta, José Manuel Caballero Bonald, sin temor ni prejuicio, afirmará: “Se trata de uno de los libros más emocionantes, limpios y fervorosos que ha producido la poesía española en la primera mitad del siglo XX”.

Y es que Miguel Hernández, cuando muestra su compromiso con la causa republicana en sus poemas no lo hace abdicando de su condición de poeta, de su oficio; concreta su compromiso con la palabra, con su bien decir, con su bien nombrar las cosas, ¿no es ésta la función de la poesía?

Para su canto épico Miguel no encontrará más verso que el romance, como idóneo canto narrativo, pero hará un romance subjetivo, en primera persona, en clave de biografía propia, con el que nos revela su función: Si yo salí de la tierra,/ si yo he nacido de un vientre/ desdichado y con pobreza,/ no fue sino para hacerme/ ruiseñor de las desdichas,/ eco de la mala suerte,/ y cantar y repetir/ a quien escucharme debe/ cuanto a penas, cuanto a pobres,/ cuanto a tierra se refiere.

El ruiseñor de las desdichas está aún más claramente aplicado a la contienda político-militar, en una prueba más de que su compromiso político no le separa de su inocencia poética, en el poema Vientos del pueblo me llevan: Cantando espero a la muerte,/ que hay ruiseñores que cantan/ encima de los fusiles/ y en medio de las batallas.

Miguel es un ruiseñor que canta en medio de las batallas, un poeta que crea con la pureza del alma mientras suenan los obuses y se rompen las entrañas. Pues Miguel se sentía poeta, como confiesa en la dedicatoria del libro a Vicente Aleixandre: “A nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres. (…) Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplados a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios, hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidos al pie de cada siglo”.

En cuanto a la militancia en organizaciones políticas sabemos que fue presidente de las Juventudes Socialistas de Orihuela, cargo que pronto abandonaría para mantenerse distante de la militancia política. Tras su muerte se habló con insistencia de su pertenencia durante la guerra al Partido Comunista, aunque tal circunstancia fue siempre negada por su esposa, pero ya en la década de los noventa se halló la ficha de afiliación de Hernández al Quinto Regimiento, en el que aparece como militante comunista. Es éste un dato claro, aunque algunos autores dudan de su veracidad debido a las irregulares circunstancias de los registros propios de la guerra.

El poeta comprometido sufriría algunos cambios en su actitud con los acontecimientos que se sucederían. Tras su visita a la URSS, María Zambrano explicó: “Fue a la vuelta de su viaje a la Unión Soviética cuando en Valencia, en las últimas veces que le vi, aparecía vuelto hacia dentro, enmudecido. Cualquier pregunta hubiese sido improcedente, ya que la respuesta era él, él mismo, a solas con aquello que dentro de su ser sucedía”.

Si desde el comienzo de la guerra en Miguel se produjo una lucha interior entre el deseo de libertad para su pueblo y su odio a la violencia y la muerte, será con la aproximación del final de la contienda, con la acumulación de la visión de tanta sangre y muerte y con la aparición de la consciencia de la derrota cuando afloren los más tiernos sentimientos de tristeza. En contraste, la noticia de la llegada de su hijo explosionará su vitalidad y deseos de futuro, cortados en la raíz con dos hechos cercanos en el tiempo que produjeron el deterioro del poeta, la derrota de los republicanos y la muerte de su hijo.

El poeta ético, moral, había entregado su fe y sometido a riesgo su vida por una causa noble en la que perdería todo lo que le hacía vibrar. Juan Ramón Jiménez, con su acritud habitual, salva a Miguel de sus críticas: “Los poetas no tenían convencimiento de lo que decían. Eran señoritos, imitadores de guerrilleros, y paseaban sus rifles y sus pistolas de juguete por Madrid, vestidos con monos azules muy planchados. El único poeta, joven entonces, que peleó y escribió en el campo y en la cárcel fue Miguel Hernández”.

Así fue considerado como el poeta del pueblo por los combatientes, argumento utilizado en su procesamiento cuando fue detenido, a pesar de que todos le aconsejaban que se marchase fuera del país y que él optara por buscar a su mujer y a su hijo en Cox, como “el más inocente y confiado de los muchachos” (Carmen Conde).

En la cárcel, gravemente enfermo, sin atención médica, se le dejará morir. Aún se intenta la renuncia de sus ideas a cambio de la libertad y la cura. Se le pide que manifieste haber sido engañado por los “enemigos de España”. ¿Fue tal vez un intento de compensar el gran impacto negativo para los vencedores del asesinato de Federico?

Miguel se niega en un acto de conjunción sublime de su inocencia y su compromiso, el de pensar que no habrían de ser tan perversos como para dejarlo morir en una celda inmunda por negarse a abjurar de sus ideas, y si así fuera cómo podría él romper su compromiso con lo que cree, con lo que alimenta su fe de ser humano que busca la verdad y la justicia. Inocencia y compromiso desde la inicial manifestación de su vocación poética hasta el borde del abismo de una muerte digna para el poeta e ignominiosa para sus no tan indirectos asesinos.

En el procedimiento sumarísimo de urgencia, incoado por la Auditoría de Guerra de Madrid, ninguna acusación de delito alguno se le hace a Miguel, salvo ser autor de algunos poemas que se citan, como la Canción del esposo soldado.

En su declaración el poeta confiesa que su obra recoge la labor que como escritor antifascista y al servicio de la causa del pueblo ha desarrollado durante la guerra, glorificando la causa roja y recomendando la resistencia a la invasión.

La sentencia considera probado que Miguel Hernández ha publicado numerosas poesías, crónicas y folletos y que ello constituye un delito de adhesión a la rebelión, por lo que se le condena a la pena de muerte.

Su actividad poética culmina en una actitud humana que confirma la inocencia y el compromiso de Miguel Hernández, uno de los más grandes poetas de la literatura española.

 
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Publicat per a 7 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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Nacido para el luto

El País Semanal publica un homenaje a Miguel Hernández en el centenario de su nacimiento. Las mejores plumas participan en él. Desde aquí nos hacemos eco.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

A Miguel Hernández todo le pasó en un tiempo muy breve, pero su vida es una larga cadena de esperas. Habría que sustraer, de los pocos años que vivió, todas las horas, los días, los meses que se pasó esperando algo, desesperando de que no llegara, enviando peticiones de ayuda a personas siempre mejor situadas que él que no tenían el tiempo o las ganas de contestar a sus demandas. Otros disfrutaban el resguardo de una posición social o de un privilegio literario o político: Miguel Hernández se supo siempre a la intemperie, en la paz y en la guerra, en la literatura y en la vida, en la cárcel y en la cercanía de la muerte. Esperó tanto, hasta el final, que los últimos días de su vida los pasó esperando a que lo trasladaran a un sanatorio antituberculoso, que le trajeran a su hijo para poder verlo por última vez.

Escribía cartas y aguardaba respuestas con expectación angustiada: cartas a su novia, Josefina Manresa; cartas a los amigos, a los que pedía favores apremiantes, dinero prestado, influencias; cartas a los poetas célebres, a los que asediaba con una mezcla de orgullo insensato y tosco servilismo; cartas desde la cárcel, en los últimos años de su vida, solicitando avales políticos, gestos de clemencia, noticias sobre el hijo demasiado pequeño y demasiado frágil que tal vez acabaría teniendo el mismo destino del hijo anterior, muerto a los 10 meses, amortajado con los ojos abiertos, con el mismo gesto atónito que se le quedó a él mismo cuando velaban su cadáver: unos ojos muy grandes, desorbitados por la enfermedad de la tiroides, sobre cuyo color exacto no hay acuerdo entre los testimonios de quienes lo conocieron. Qué podemos saber de verdad sobre la vida de alguien que murió no hace tanto, en 1942, si los testigos ni siquiera concuerdan en el color de sus ojos: Miguel Hernández los tenía verdes y muy claros, o muy azules, resaltando más en su cara morena; o los tenía pardos, según dice uno de sus biógrafos, Eutimio Martín, aportando la prueba de su ficha militar y la de su filiación de prisionero.

Lo que atestiguan sin duda las fotografías es el tamaño y la expresión de los ojos, la atención fija en todo, la mirada de una desarmada franqueza que es todavía más visible en el dibujo que le hizo Antonio Buero Vallejo en la cárcel. Fue ese dibujo el que convirtió a Miguel Hernández no en un hombre real, sino en un icono reverenciado de algo, de muchas cosas, demasiadas, cuando lo veíamos reproducido en los pósters del antifranquismo, en nuestras galerías de retratos de la resistencia, junto a Lorca, junto a Antonio Machado, tal vez también junto a Salvador Allende, Che Guevara, Dolores Ibárruri. En ciertos bares, en ciertos pisos de estudiantes, la cara y la mirada de Miguel Hernández formaban parte de un paisaje visual que también incluía las reproducciones del Guernica. Era difícil pensar entonces que aquel retrato hubiera sido el de un hombre real, no un santo laico ni un mártir ni un símbolo, un hombre, además, que si hubiera vivido no sería entonces muy viejo, porque había nacido ya bien entrado el siglo, en 1910.

Estremece siempre hacer las cuentas de su edad: con 22 años hizo su primer viaje a Madrid y publicó su primer libro de poemas; no había cumplido 26 cuando logró por primera vez la maestría indudable de El rayo que no cesa; tres años después, la guerra ya perdida, entró por segunda vez en la cárcel y no volvió a salir de ella. Pero la rapidez de todo se vuelve más asombrosa cuando contrastamos la altura de sus logros mejores con su punto de partida. Hacia 1937, Miguel Hernández empezó a escribir poemas con una voz y un despojo que no se parecen a nada en la literatura española, y muy poco antes había alcanzado ya un dominio de lenguaje y de las formas poéticas en el que estaba comprimida por igual la disciplina de la tradición clásica y la libertad del surrealismo: pero sólo unos años atrás, a finales de los veinte, su horizonte poético era todavía el de la retórica averiada de los juegos florales, cuando no el todavía más horrendo de la poesía entre sentimental y rústica en dialecto comarcal, muy imitada, de Gabriel y Galán. El mismo hombre que publica en 1937 la Canción del esposo soldado había presentado en 1931 un Canto a Valencia a un concurso oficial en dicha provincia, en el que, bajo el lema Luz�Pájaros�Sol, se sucede una catarata de versos que incluye el siguiente pareado: Con emoción agarro?/ el musical guitarro.

Tenía desde que encontró su vocación, en la primera adolescencia, la desvergonzada capacidad de mimetismo de los grandes autodidactas, el amor agraviado por el saber de quien fue apartado demasiado pronto de la escuela. Una leyenda que él mismo se ocupó de alimentar ha exagerado la pobreza de sus orígenes, y contribuido fatalmente al malentendido paternalista y populista que hace de él un talento rústico, una especie de diamante en bruto. Es verdad que Miguel Hernández dejó la escuela a los 14 años y se puso a cuidar cabras, pero las cabras pertenecían a los rebaños de su padre, que era un hombre de cierta posición. Más que la pobreza, lo que debió de herirlo cuando tuvo que abandonar la escuela fue la vejación de verse a sí mismo pastoreando cabras mientras otros con menos inteligencia natural que él continuaban en las aulas; también la sinrazón de una brutal autoridad paterna que no por ser propia de la época era menos hiriente para su espíritu innato de rebeldía y de justicia. El padre despótico veía la luz encendida a altas horas de la noche en el cuarto del niño lector y lo castigaba a correazos y a patadas (20 años después su hijo estaba muriéndose de neumonía y tuberculosis en la prisión de Alicante y no se molestó en visitarlo).

Pero se marchaba el padre y Miguel Hernández volvía a encender la luz y recobraba el libro escondido, muy usado, alguno de los que encontraba en la biblioteca pública o en la de un sacerdote de Orihuela, el padre Almarcha, que empezó siendo su protector y fue luego uno de sus muchos verdugos. Leía de noche a la poca luz de una bombilla o de un candil, y cuando salía con las cabras llevaba el libro escondido en el zurrón y seguía leyendo, devorando toda la poesía española que encontraba, la buena y la mala, lector omnívoro a la manera de los autodidactas que no tienen más guía que su propio entusiasmo, originado quién sabe dónde. Nada de lo que a otros les estuvo siempre asegurado fue fácil para él: nada de lo más elemental, el papel, la pluma, la tinta, la mesa. Escribía versos en papel de estraza con un cabo de lápiz. Quería escribir y no tenía dónde apoyarse. Una piedra, el lomo de una cabra. Hay que leer sus poemas juveniles para darse cuenta de la penuria estética de la que partió, de la clase de talento y de furiosa voluntad que le fueron necesarios para sobreponerse a limitaciones invencibles. Entre la retórica mal digerida de la poesía barroca y de los atroces versificadores tardorrománticos y tardomodernistas, en esos poemas aparece un fogonazo de realidad observada de cerca, de naturaleza y vida animal y exasperación humana de soledad y deseo: Miguel Hernández, pastoreando cabras, copia laboriosamente los lugares comunes más decrépitos de la poesía pastoril, pero le sale de pronto una desvergüenza sexual campesina, una claridad expresiva que con el paso del tiempo será uno de los rasgos más originales de su voz poética, el arte supremo de hacer literatura llamando a las cosas por su nombre.

Tampoco tuvo vergüenza para medrar cuando le fue necesario: para cultivar un personaje que al despertar simpatías le beneficiaba en sus propósitos, pero también lo hacía vulnerable a la condescendencia, bienintencionada o malévola. Empezó jugando a ser el “pastor poeta” del primitivismo pintoresco, y en la sociedad literaria de Madrid en vísperas de la guerra siguió siendo, entre hijos de buena familia con inclinaciones izquierdistas, damas de sociedad y diplomáticos, el campesino moreno y exótico, el inocente y bondadoso que llevaba alpargatas y pantalón de pana que podía ser entrañable, pero no siempre era invitado a las reuniones de buen tono. Miguel Hernández, que persiguió con calculada adulación y sincero fervor a tantos de sus contemporáneos -la adulación y el fervor, en su caso, eran compatibles-, quizá no tuvo entre los literatos de Madrid ningún amigo de verdad salvo Vicente Aleixandre. En la intemperie de su vida había una soledad que no aliviaba nadie: Ya vosotros sabéis / lo solo que yo voy, por qué voy yo tan solo. / Andando voy, tan solos yo y mi sombra. Provocaba incomodidad, cuando no abierto rechazo. Rafael Alberti en verso y María Teresa León en prosa le atribuyen sin demasiados eufemismos un olor poco adecuado para las cercanía sociales. García Lorca no se presentaba en una casa si sabía que Miguel Hernández estaba en ella. Llamó por teléfono a Aleixandre con la intención de ir a visitarlo, y al enterarse de la presencia de Hernández no se contuvo: “Échalo”.

De todo aquel grupo, sólo él conoció de primera mano el trabajo manual, sólo él pasó hambre al llegar a un Madrid en el que se le cerraban todas las puertas y en el que daba vueltas por las calles con el estómago vacío y con una carpeta de versos mecanografiados bajo el brazo, esperando a ser recibido por alguien importante, esperando a que apareciera en un periódico una entrevista prometida, a que le llegara un giro con algo de dinero que le permitiese prolongar un poco más la espera. Llegó la guerra y también fue él quien la conoció de cerca y de verdad, por decisión propia. Para entonces había empezado a disfrutar algo de lo tanto tiempo esperado, la visibilidad que le trajo la publicación de El rayo que no cesa, celebrado públicamente nada menos que por Juan Ramón Jiménez en el diario El Sol, lo cual equivalía a una consagración. En la guerra, Miguel Hernández entra en posesión de todas sus mejores facultades como poeta y como militante político, pero también en eso lo acompañan el malentendido y la leyenda, la dificultad de encajar en los estereotipos de nadie. Su evolución política no es menos chocante que la rapidez de su maduración literaria: en 1935 aún escribía poemas y conatos de autos sacramentales influidos por el catolicismo entre místico y fascista de su amigo Ramón Sijé; en septiembre de 1936 es miembro del Partido Comunista y cava trincheras recién alistado en el Quinto Regimiento. Pero tampoco cuadra, ni física ni metafóricamente, en la fotografía canónica de los poetas comprometidos con la causa republicana: vive con los soldados en los frentes, no en los despachos de la Alianza de Intelectuales. Y cuando en 1939 todo se derrumba, él se queda vagando en la intemperie de Madrid mientras casi todos los demás encuentran el camino del exilio. No hubo plaza en ningún avión ni pasaporte de última hora para quien había puesto su vida entera, su nombre y su literatura al servicio de la República; para quien no podría esperar clemencia de los vencedores ni tampoco esconderse en el anonimato.

Demasiado inocente o demasiado aturdido por la derrota, elige la peor huida posible y va a meterse él solo en la boca del lobo. Como Lorca buscando refugio en Granada, Miguel Hernández regresa con cabezonería suicida a su pueblo y a la cercanía de su mujer y su hijo, y en septiembre de 1939, ni siquiera con 29 años cumplidos, cae en la red de las cárceles y los procesos sumarísimos para no salir ya nunca. Nadie mejor que los paisanos y los convecinos de uno para abatirlo a traición con la quijada de Caín. El trato que recibe de los vencedores -civiles, militares, eclesiásticos- revela la catadura de un régimen construido expresamente sobre la venganza de clase. Miguel Hernández es el retrato robot del vencido, el enemigo perfecto.

Pero su martirio real no nos exime de la necesidad de mirar su figura completa como escritor y como hombre, que es mucho más rica que todos los estereotipos levantados sobre ella. Vivió en su tiempo, no en el nuestro. Hizo poemas a la Virgen María y también los hizo a Stalin. Cuando la cultura predominante en España era la antifranquista, Miguel Hernández fue elevado a un altar en el que convenía que destacara la parte más combativa de su obra, el estatuto de poeta voluntariamente popular que él asumió con todas las de la ley en los años de la guerra y que culmina en Vientos del pueblo; también, aunque en menor medida, en El hombre acecha, donde tan visible como la militancia política es el desaliento por la carnicería y la destrucción que ya duran demasiado, el puro espanto ante lo peor de la condición humana: Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre.

Pero en la ansiosa modernidad de los años ochenta, de pronto, ya no había sitio para Miguel Hernández: los mismos rasgos que habían contribuido a su consagración ahora lo volvían anacrónico. En un país donde no hay actitud intelectual más celebrada que el desdén, nada era más fácil de repente que desdeñar a Miguel Hernández: había que ser cosmopolitas, y él resultaba demasiado autóctono; neuróticamente urbanos, y Hernández parecía demasiado rural; adictos a las modas capilares e indumentarias, y él permanecía congelado en su cabeza rapada y sus ropas de pana. En una época, los años ochenta, en la que estaba de moda despreciar con un mohín a Antonio Machado, Miguel Hernández tenía algo de antigualla embarazosa. No era un poeta: era una letra de canción anticuada.

Quizá ahora estamos en condiciones de mirarlo como fue y de leer de verdad su poesía, más allá de los pocos poemas que algunos recordamos todavía, los que se hicieron célebres en la resistencia y en la primera transición. El trabajo acumulado de los biógrafos -Agustín Sánchez Vidal, José Luis Ferris, Eutimio Martín- nos permite un conocimiento sólido de una vida demasiado breve y mucho más rica en pormenores y resonancias que cualquier estereotipo: la vida no de un inocente, ni de un buen salvaje exótico, ni la de un santo, sino la de un hombre que sobreponiéndose a circunstancias terribles logró hacer de sí mismo aquello que soñó desde que era un chaval pastoreando cabras: un poeta y un hombre en la plenitud de su albedrío.

En una literatura tan pudibunda y tan temerosa de lo sentimental como la española, él escribió sin reparo sobre el deseo sexual, sobre su ternura masculina de esposo y de padre. Su mejor poesía política conserva una fuerza de belleza y rebeldía que la hace muy superior a la de Neruda. Neruda no habría escrito jamás, por ejemplo, El tren de los heridos. Le faltaba empatía verdadera hacia los seres humanos, y no había compartido sus padecimientos. Neruda se declaró siempre maestro de Hernández, y sin duda lo fue en algún momento, pero yo tengo la sospecha de que el Canto General le debe a Vientos del pueblo mucho más de lo que el propio Neruda habría estado dispuesto a reconocer. En Miguel Hernández lo más íntimo y lo más político, la emoción privada y la arenga pública, se conjugan más estrechamente que en ningún otro poeta. Y en el Cancionero y romancero de ausencias, la hondura y el despojo provocan un estremecimiento que es el de las cimas más solitarias de la literatura, el del Libro de Job y las Coplas de Jorge Manrique y François Villon y Fray Luis de León y la Balada de la cárcel de Reading y Antonio Machado. Toda retórica ha sido abolida, todo rastro de amaneramiento. Los versos tienen a veces una impersonalidad desnuda de poesía popular, de letra flamenca o de romance antiguo; en ellos se nota la doble sombra triste de Machado y de Lorca, los otros dos poetas aniquilados por la guerra: Písame,/ que ya no me quejo./ Ódiame,/ que ya no lo siento./ No me olvides/ que aún te recuerdo/ debajo del plomo/que embarga mis huesos.

Demasiado viene durando ya la espera. Ahora que va a hacer un siglo que nació ha llegado el tiempo de leer a Miguel Hernández.

 
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Publicat per a 7 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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Any Maragall

Aquest any es commemora els cent cinquanta anys del neixement del poeta i cent de la seva mort. S’han obert ja pàgines web i activitats pensades per recordar aquesta figura tan important de les lletres catalanes. Aquí us deixem algunes, per començar:

Any Maragall 2010-2011, Institució de les Lletres catalanes

Un vídeo en TV3

Una proposta educativa per a les escoles a la XTEC

 
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Publicat per a 6 Març 2010 in Inici, Uncategorized

 

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Centenario de Miguel Hernández

Miguel Hernández nació en 1910. Este año se conmemora, pues, el centenario de su nacimiento. Desde tres blogs con amplia repercusión en el mundo docente (A pie de Aula, Blogge@ndo, Repaso de Lengua y Tres Tizas)  se le rinde homenaje. Podéis visitarlo aquí.

Se está realizando también un concurso de glogs educativos. ¿Nos animamos?

 
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Publicat per a 23 febrer 2010 in Inici, Uncategorized

 

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